Seguramente Patanjali jamás imaginó que su ciencia llegaría tan lejos

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viernes, 28 de septiembre de 2012

Thoreau y el testimonio


Me alegra saber que algunas obras literarias que se pueden clasificar dentro de la llamada literatura testimonial han terminado convirtiéndose en obras imprescindibles de la literatura universal, sobre todo cuando puede parecer que este tipo de narrativa es un género menor. Es el caso de Walden, de Henry David Thoreau.

Y más aun cuando, en el caso de esta obra, además de la experiencia vivida por el autor en su retiro en el bosque, lo que se pone sobre la mesa es una suerte de intuición o visión filosófica que se concreta en acto y en elección de una forma de vida a través de la cual el mundo cotidiano es transformado.

«Los hechos más sorprendentes y significativos no pueden jamás comunicarse a los demás. El verdadero fruto de mi vida cotidiana es de algún modo tan intangible e indescriptible como los colores de la mañana y del atardecer. Lo que se capta tiene algo de fulgor estelar, de fragmento de arco iris que he podido aferrar al paso».

Los Discípulos manifiestan muchas de estas cosas, o cuando menos están en concordancia con ellas. Cada anécdota y cada experiencia vivida tienen, como dice Thoreau, cierto fulgor estelar, cierta luminosidad incomunicable, vienen envueltas en «nubes de gloria», tal como diría Wordsworth. La originalidad y autenticidad de cada momento señalan la irrupción inesperada de lo numinoso.

martes, 15 de mayo de 2012

Sutiles fronteras literarias

He visitado una nueva librería. Es grande y dispone de una especie de ágora y de múltiples pasillos en los que se ordenan los diversos géneros literarios. No he podido evitar acariciar el lomo de los volúmenes de filosofía. Tampoco he eludido a los psicólogos más representativos, ni a los escritores románticos. Mis dedos, al deslizarse entre ellos, querían cerciorarse de que estaban todos.

He abierto a Freud, a Jung y a algunos psicólogos transpersonales. La filosofía de la religión parece menos conocida. Lo oriental se escondía en una esquina exótica, lejos de la ortodoxia de nuestra civilización. Pero sus páginas encerraban verdades como puños, más grandes y más altas que todas las estanterías de esta librería juntas.

¿Cuánto tiempo hubo de pasar para que me decidiera por algún título? ¿Picoteo literario? No lo sé. Aunque los mensajes de cada texto eran dispares, siempre quise adivinar una suerte de fundamento esencial en todo lo que estaba escrito, trazas literarias para componer una visión integradora tal vez. ¿Acaso puede inventarse una nueva forma de leer?

Por fin elegí un volumen que se situaba en la frontera de lo místico y lo poético, las crónicas de ciertos filósofos independientes, nada académico. La librera, con una delicada amabilidad, me dicto unas extrañas instrucciones de uso. Nunca pensé que con los libros pudiera hacerse otra cosa que no fuera leerlos, acaso estudiarlos o meditarlos, pero parecía que al mío también se le podían dar otros usos prácticos.

La meditación, conocer la naturaleza de la mente, un espacio infinito, un cielo abierto y azul en el que de vez en cuando aparecen algunas nubes. Siempre acaban evaporándose, siempre se forma alguna tormenta. Proyectarme en el espacio, proyectarme entre las páginas de mi libro. Las sutiles imágenes que cada frase evoca. La conciencia de penetrar en el mundo del autor, perfiles de un sueño que el autor y el lector comparten. Una visión que se construye con el material de las vidas de ambos y que no le pertenece a ninguno de los dos. La literatura: memoria e imaginación.

Cuando llegué a casa me senté en mi sofá, puse sobre mi regazo el libro que había comprado, cerré los ojos y coloqué mis manos sobre la portada. Medité durante cinco minutos. Después abrí el libro al azar y leí dos párrafos. Volví a cerrarlo. Y una nueva meditación, pero esta vez nada de contar respiraciones. Me dediqué a la tarea de dar cuerpo a un mundo casi onírico, solidez a la escurridiza y volátil sustancia psíquica. No quise precisar las formas de las imágenes. Así hasta que una luz etérea pareció inundarlo todo. Y la vida de aquel mundo era en cierto modo autónoma. Cuando abrí los ojos el fuego sutil aún perduraba adherido a todas las cosas.