Una de mis asignaturas pendientes. Lo reconozco. Aunque no creo que sea imprescindible para poder ofrecer clases de yoga de calidad. Y es que la ciencia de Patanjali ya es una disciplina universal que crece y se innova a lo largo y ancho del planeta.
De la misma forma que no necesitamos viajar a Italia para conducir un Fiat, tampoco necesitamos atravesar el Indo para hablar de chakras o de kundalini, o para enseñar las variantes de una u otra postura. Las asanas, al igual que los coches y la mayor parte de las cosas, han terminado comercializándose.
El yoga como producto espiritual. Sin embargo, es posible que aún haya cosas que no puedan comprarse ni venderse, como, por ejemplo, el encontronazo emocional y existencial que probablemente uno puede recibir al aterrizar en Bombay o Delhi, seguramente no muy diferente al que puede experimentarse en otros puntos del planeta, como Chiapas, pongamos por caso.
Porque la ruptura de nuestros esquemas preestablecidos posiblemente puede producirse dentro de cualquier contexto sociocultural que sea completamente diferente a aquel en el que nos movemos a diario. Y eso es algo que ocurre en la India, pero también en México y en muchos otros lugares.
¿Encontronazo emocional o acceso a un mayor nivel de conciencia? ¿O quizá ambas cosas? ¿Qué es lo que buscamos realmente? Decididamente no creo que los niveles de conciencia dependan de los puntos cardinales. Oriente no es más espiritual que Occidente. Aunque lo parezca, el olor a santidad no es más intenso en la ribera del Ganges que en los Arribes del Duero.
Pero algo sigue tirando de nosotros desde el subcontinente indio, algo indefinible que creemos que puede ayudarnos a acceder a la vida espiritual que buscamos. Pero debemos definir y perfilar en qué consiste esa vida espiritual, porque el mundo es mundo de uno a otro confín. El mismo mundo y la misma vida. Quizá todo depende de la sutileza de nuestra mirada, de la profundidad de los ojos del vidente, que es al fin y al cabo quien contempla todas las cosas.
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