Me alegra saber que algunas obras literarias que se pueden clasificar dentro de la llamada literatura testimonial han terminado convirtiéndose en obras imprescindibles de la literatura universal, sobre todo cuando puede parecer que este tipo de narrativa es un género menor. Es el caso de Walden, de Henry David Thoreau.
Y más aun cuando, en el caso de esta obra, además de la
experiencia vivida por el autor en su retiro en el bosque, lo que se pone sobre
la mesa es una suerte de intuición o visión filosófica que se concreta en acto
y en elección de una forma de vida a través de la cual el mundo cotidiano es transformado.
«Los hechos más sorprendentes y significativos no pueden
jamás comunicarse a los demás. El verdadero fruto de mi vida cotidiana es de
algún modo tan intangible e indescriptible como los colores de la mañana y del
atardecer. Lo que se capta tiene algo de fulgor estelar, de fragmento de arco
iris que he podido aferrar al paso».
Los
Discípulos manifiestan muchas de estas cosas, o cuando menos están en
concordancia con ellas. Cada anécdota y cada experiencia vivida tienen, como
dice Thoreau, cierto fulgor estelar, cierta luminosidad incomunicable, vienen
envueltas en «nubes de gloria», tal como diría Wordsworth. La originalidad y
autenticidad de cada momento señalan la irrupción inesperada de lo numinoso.