Hay algunos centros de yoga que están de moda, que tienen
cierto renombre, que son frecuentados por numerosos adeptos, que parecen estar
a la última en la ciencia de Patanjali. Hace poco visité uno de ellos, con mi
libro debajo del brazo, para dejar allí algunos marcapáginas e información
sobre mi pequeño y provinciano animal literario.
Y ciertamente uno puede sentirse muy poca cosa entre tantos
panfletos, entre toda la información detallada de cursos, programas, clases,
yoga de verano… Cuando les hablé de mi libro dijeron: «Mira que majo», como
queriendo añadir: «A pesar de lo poco que sabrá de todo esto, se atreve a
escribir un libro y a presentarse con él aquí, ofreciéndonoslo a nosotros
poniéndolo delante de nuestras narices».
Aunque tal vez todo son interpretaciones mías. Lo que está
claro es que las anotaciones al margen venden poco. Todo el mundo quiere oír
hablar de lo magnífico que es el yoga, que lo es, uno se queda obnubilado con
las andanzas de tal o cual maestro, nos impresionan las historias de algunos
buscadores espirituales que terminaron bebiendo de miles de gurús…
El arquetipo del buscador. Para el curriculum está bien. No
abundan tanto los que han terminado encontrando cosas valiosas, y menos aún los
que han sabido crearse su propia vida espiritual, sin buscar y sin encontrar.
Porque el que uno busque mucho no quiere decir que uno encuentre algo. Aquí,
como en muchos otros casos, puede ser que menos sea más.
Y eso es lo que son Los Discípulos, no son ni buscadores ni
encontradores. Su espiritualidad está mucho más allá o mucho más acá de todo
eso. Sí, hay al menos una cosa que un yogui provinciano puede aportar, algo por
cierto que no puede comprarse ni venderse. Y es su propia creatividad
espiritual, que desde luego no está reñida con la sabiduría.
El ruido yóguico es abundante. La sabiduría, en cambio y
como casi siempre, solamente puede encontrarse entre bastidores. A veces lo
verdaderamente transformador nos pasa desapercibido. ¿Y por qué? Probablemente porque
sólo se necesitan cosas simples, miradas inocentes y originarias, ojos que
puedan descubrir la simplicidad esencial que se esconde detrás de todos los aderezos.
Nuestra
atención yóguica necesita ser una atención flotante, una mirada que no sólo se
fije en las evidencias de la práctica o en las rutinas preestablecidas, sino
también en todo lo que las rodea, en la vida misma, una actitud que es más un
centramiento que una concentración. Y eso es una apertura que probablemente nos
aleja, sí, de todos los marcos yóguicos tradicionales. Tal vez así podamos
encontrarnos con una sabiduría insospechada.
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